La abadía del Toloño by Pablo Zapata Lerga

La abadía del Toloño by Pablo Zapata Lerga

autor:Pablo Zapata Lerga [Zapata Lerga, Pablo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 1992-07-15T00:00:00+00:00


La danza seguía sin parar; sudaban en medio de contorsiones como si estuvieran en trance. Maitena, ligeramente retirada del grupo, me observaba con atención. Los ojos le brillaban bajo los efectos de la bebida. Se aproximó hasta cogerme de las manos. Me miró intensamente, acercó sus labios y me dio un cálido beso.

Retornó al baile. Unos se quedaron en la cueva superior, otros corrían a la inferior dando gritos y chillidos. Los cuerpos desdibujados y las sombras huidizas corrían, subían y bajaban al resplandor de las hogueras. La imagen era dantesca, de ultratumba, cavernaria.

El txistu se oía juguetón con su sonido agudo. A un determinado toque, todos volvieron a la sala del rito y se echaron al suelo, exhaustos. Se quedaron tumbados, inmóviles, como muertos. El ejercicio, el sudor, la fatiga y el brebaje los habían dejado momentáneamente agotados. Yo era el único que estaba lúcido, que podía apreciar con detalle la escena: los cuerpos, el lugar, las paredes, las oquedades entre las sombras. Algo llamó mi atención. Detrás de la piedra del altar creí ver, grabado en la misma roca, un triángulo con una forma que me era conocida.

El Macho Cabrío cogió un tampón y fue plasmando algo en el vientre de cada uno. Yo también me dejé hacer. Sobre mi vientre, justamente encima del ombligo, quedó impresa la silueta de un sapo.

Al terminar de señalar a todos, subió de nuevo a su trono. Era justamente la una y treinta de la madrugada, el momento de dejar la reunión, según me susurró Maitena. La cueva estaba cargada de un olor muy ácido, pienso que por el azufre y el sudor. Comenzó a hablar:

—Somos descendientes de quienes tuvieron poderes ocultos y también nosotros los vamos a tener. Nosotros, y no los seguidores del Triángulo —en ese momento lo miré y noté que sus ojos estaban clavados en mí fijamente—. Sabed todos, que quede claro, de una vez para siempre, que el Triángulo de la Sabiduría nunca reinará en estas tierras.

Comencé a sudar, creo que de miedo. Por mi cabeza pasó una imagen alocada, ¿me irían a sacrificar ritualmente sobre la piedra? Me dominé, me relajé, me concentré y mantuve los ojos fijos en su mirada. Con toda la fuerza de la mente lo hipnoticé, como me había enseñado mi amigo Dagan Eridu en Bagdad.

Sólo yo me di cuenta de cómo se le iban apagando los ojos alocados, su aspecto colérico se tornaba rígido y, finalmente, se quedaba alelado como si estuviera viendo visiones. Hipnotizado, parecía un espantapájaros vestido de macho cabrío. «No harás daño a nadie, no harás daño a nadie», le iba transmitiendo. Cuando quise, lo hice volver en sí. Abrió los ojos y los cerró varias veces como si viniera de otro mundo.

Dio una señal y todos se levantaron. Dos chicas trajeron una cruz de hierro trenzado. En el cruce de los brazos había incrustada una piedra pulida, ligeramente blanca, y dibujado en ella, en rojo, un lauburu. La tomó en sus manos y las dos ayudantes le revistieron los hombros con una ancha banda.



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